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Huracán

  • Columnista: Ricardo Robles
  • 11 ago 2016
  • 4 Min. de lectura

Abandonar de un salto

el terreno de cartón

la postal plastificada del turista.

Todas estas calles que simulan

ser ellas mismas.

A pie (Luigi Amara)

Lugar: La Ciudad

Pronóstico del clima: Día nublado con probabilidad de lluvia

El raro fui yo preguntando si alguien gustaba de caminar conmigo, dar la vuelta. Otra vez el andar solitario me vino a despertar.

Me eché a andar la calle. Calle como todas, casi sin banqueta. Me pregunto por la historia de la banqueta (banquetear, banquetero, banca, banquita, banquillo). Corre el flujo de vehículos cuesta abajo. Parece que por la mañana todo mundo va hacia abajo, adentro, al centro. Es la primera ola. Yo también voy hacia abajo.

Todo mundo corre despacio. Veo a los conductores como con poco movimiento logran transportarse tan lejos tan rápido. Cuando no es así, se molestan. Como cuando los rebasaba cuando todavía tenía mi bicicleta. ¡Cuánto dura este semáforo! Menea impaciente los pies en los pedales. Hace ruido. Las caras, desesperadas de algunos, otros se sacan los mocos. Unos más atrevidos hacen gestos a los demás. Algunos hasta se dicen cosas. Los vehículos me pasan de cerquita. Un federal de caminos detiene a uno que va a motocicleta: lo revisa, lo interroga, le anota algo en un papel y se marcha. Me tengo que detener. Cuando se me atraviesa un poste o una columna, tengo que rodear, cuidar mi paso para no meterme en su territorio. Ahí es sálvese quien pueda. La lucha libre, dice mi papá.

En el centro de La Ciudad todo corre más lento, las calles son más angostas y los andadores se permiten que los de a pie disfruten más de su caminar. Hay filas en todos lados. Las peores de las filas son las del banco. A la primera de cambios a uno le quieren atorar una tarjeta de crédito. Hay una fila de clientes y otra de no clientes. Sea como sea siempre hay fila. Hay mucha fila en el banco, vámonos mejor al cajero. En el cajero hay uno que amablemente ayuda a quienes sólo están ahí para retirar dinero. ¡Ahora sí vámonos a gastar!

Hombres y mujeres atienden a la estética. Se hacen de todo. En las manos, los pies, la cara, el cabello, otros reciben masajes. ¿Quiénes son que no trabajan como los demás? Son los que ya trabajaron otro día y hoy descansan. Hoy me toca descansar. Unos van al cine, compran y comen palomitas.

En el centro también están los centros culturales, por lo menos los de mayor tradición. Parece que hoy se presenta algo de teatro independiente. Un grupo de artistas jóvenes hacen sus pininos en dirección, guión y actuación. Tienen todo preparado. Los actores son felices actuando, con sus vestuarios, dando vueltas en el escenario; estirando, dando vueltas, hablando solos, hablándole al espejo. Parece que nadie quiere ver nuestra obra. Una mujer, probablemente dueña del recinto contesta. Salgan a buscar su público. Se me cae la quijada. Hay una pareja de amigos de los actores y otro (vegano) solitario (vegano) que a varias butacas de distancia espera emocionado el inicio de la obra. La segunda llamada la dan muy lejos de la primera porque aunque es hora de iniciar, el teatro está vacío. Se da la tercera e inician con lo que hay, como si el recinto estuviera repleto. Así son los verdaderos artistas.

Salgo. Un niño rico en un jeep gigantesco pasea una niña que no dice nada. Va como estatua. Él parece un caballero, tampoco dice nada. Otros en autos deportivos hacen más la faramalla, aceleran intempestivamente y se acercan imprudentemente a los otros. Ellos o sonríen o fruncen en ceño. La segunda ola ya comenzó. Ahora la multitud que fue al centro al mercado, la estética, sus trabajos, los que no fueron al teatro, van de regreso. Todos suben, todos salen, escapan. Cansados, hartos. Se toman la cabeza, quieren que el semáforo funcione más rápido. Hay muchos más choques que en la mañana. Gabriel, que tiene los ojos más profundos y escurridizos que he visto, va del ojo del huracán a donde el deseo lo dirige. Va y se mete con el valor del héroe en la locura de la ciudad, en medio del juego de todos. No busca ganar, entra y sale del juego a placer. Todos han caído en el teatrito, se han acomodado en el montaje plástico. Cuando está bien dentro, tiene el poder de salir y verlo todo desde una ventana que sólo él posee. Se ríe. Huye y nos vuelve a mirar.

Ya estoy cansado. Quiero que todo se acabe. Fue divertido pero ya quiero que se acabe. Regreso con la marejada,

- - -

Me pregunto cómo es que todo esto sucedió en tan poco tiempo. Cómo es que cajas de cartón forradas, estambre, dinero de papel y sombreros de juguete hacen un espejo tan atroz de la realidad. Tienen 5 años, 6, 8 el agente federal de caminos; 4 años (a penas dice unas palabras, no lee, no escribe, no habla ni lee inglés) el que en su tiempo libre tomó un celular ajeno y en menos de dos minutos ya estaba viendo un tráiler de la película infantil a estrenarse esa semana.

(Gabriel tiene 7 años, vive con autismo.)

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