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La historia una playera sin punto final

  • Columnista: Elías Leonardo
  • 15 feb 2017
  • 3 Min. de lectura

Con suma tranquilidad rompe un trapo nuevo. Entretenida está mi perra con la prenda que ha elegido como juguete.

Un momento, ¿de dónde lo sacó?

Reviso en mi recámara y sus huellas delatoras han quedado junto a la maleta en que guardo playeras viejas, playeras que se arrumban con el tiempo sin un propósito fijo para su uso, pues nunca se sabe si funcionan para ensuciarse mientras se pinta la casa o se empapan para fungir como paliacates en senderos calurosos. También hay una que otra dotada de sentimentalismo por diversas razones. Por ejemplo, la mía de El Santo.

¡La de El Santo!

Condenada perra, anda propinándole mordidas al héroe nacional de máscara plateada.

Tuve la certeza de comprarla en cuanto vi el diseño. Mi seguridad por adquirirla se afianzó luego de escuchar cómo fue promocionada por la vendedora. “Lleve su playera del santo bebé, llévese al santo bebé”, pronunciaba con singular alegría. Por fortuna, la gran cantidad de camisetas visibles para el público evitó que algún incauto de oídos prestos creyera que se ofertaban artículos con temática de recién nacidos canonizados.

Pagué mi playera con la imagen de El Santo, “bebé” por aquello del tamaño. Con ella puesta me fui al foro La Yerbabuena, sitio donde se llevó a cabo el concierto que brindaron Los Tigres del Norte junto a Molotov, Julieta Venegas y La Barranca. Pffff, ¡qué concierto! Ah, era el año 2002 durante el Festival Cervantino efectuado en Guanajuato.

Después de aquel evento muy rara vez volví a ponérmela. De hecho, la guardé como prenda reliquia. Doté a la camiseta de valor especial porque tenía estampado a El enmascarado de plata, ídolo de ídolos, así como por haberme acompañado en una noche digna de andanzas que merecen ser contadas y recordadas. En fin, la conservé.

Deambuló conmigo incluso en mudanzas o viajes efímeros sin siquiera ser tocada, incluso ni sacada de la maleta. Fue rescatada varias veces de las manos de mi madre o de alguna susodicha en los quereres, quienes tuvieron intenciones de tirarla por considerarla “vieja y apestosa”. Vaya discusiones las que nos aventamos por un pedazo de tela santificada que defendí con demasiado ahínco.

Preservé la integridad de El Santo “bebé” por un largo periodo.

Fue Playa del Carmen el destino que quiso recompensar la posesión de la playera.

En territorio playense conocí al señor Miguel Ángel Guzmán, uno de los hijos de El Santo. Sí, del mismísimo Rodolfo Guzmán Huerta. Fue de visita a la cabina de radio donde participo en un programa deportivo para compartir anécdotas de su padre, un hombre que enmascarado dio vida a una leyenda de la lucha libre y del cine de ficción, a un ícono de la cultura mexicana.

-Está bonita la playera.

-¿Verdad que sí, señor?

-Sí.

Colocada en mi asiento, la playera guió una charla amena acerca de un personaje tan nuestro como pueblo, pero tan de don Miguel Ángel en lo individual debido al lazo sanguíneo que les une. Puede decirse que conversamos sobre el mismo ser, sin embargo nos adentramos en la dualidad del hombre/luchador al que nosotros nos referimos con familiaridad como El Santo, no obstante un miembro de la familia Guzmán como don Miguel Ángel lo llaman “papá”.

Terminado el programa nos tomamos la foto con nuestras respectivas playeras. En ese instante no me di cuenta de que posé con ella sin habérmela puesto. Para equilibrar el sinsabor, noté en dicha imagen que por primera vez desde hace 15 años saqué la camiseta de la maleta.

Recurro a lo único que puedo hacer para rescatar al ídolo; las heridas de la batalla se dejan apreciar en casi toda la playera. El Santo ha sido salvado, no así toda la camiseta.

Así, nomás por curiosa y juguetona, la perra ha contribuido en cerrar una historia. Historia, por cierto, a la que le recorté el punto final porque el enmascarado de plata es leyenda interminable.

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