Un par de oídos en el cielo
- Columnista: Elías Leonardo
- 28 feb 2017
- 2 Min. de lectura

Con un pequeño rosario en su mano derecha, la señora que viaja junto a mí reza con ojos abiertos previo al despegue. Después de terminar con sus oraciones, y guardar el artículo religioso en el suéter que porta, se toma la molestia de compartir que es la segunda vez que sube a un avión a sus 86 años de edad.
-Señora, ¡¿viene usted sola?!-, me atrevo a preguntarle con tono de nieto angustiado tras saber su edad.
-No, mi hijo y mi nuera vienen tres filas atrás-, responde con rostro enternecedor ante el gesto de preocupación.
Cuenta que a lo largo de su vida se acostumbró a viajar en autobús por miedo a las alturas. Pero ahora que vino a Cancún para visitar a uno de sus hijos, se atrevió a cambiar la carretera por el aire.
-¿Y cómo fue que se animó, señora?
-Verá, joven, de mis diez hijos solamente me quedan nueve. Hace dos años perdí a una hija por cáncer. Cuando eso ocurre, cuando una madre pierde a un hijo, el único miedo que queda es el de perder otro hijo.
La señora habla con una serenidad que contrasta con el dolor de lo que revela. Parece indolente, o en su defecto inmune a la tristeza. Saca del suéter su rosario para acariciarlo con suavidad, como si ese breve ritual le dotara de calma, o de fuerza.
-Voy de regreso a mi casa, a Cuernavaca, donde estoy a solas para pensar y extrañar a mi hija. Cada vez que vuelvo a mi casa después de visitar a uno de mis hijos, me tomo un tiempo para hablar con ella, aunque sé que ya no está. Es un luto muy mío. Siento que me oye en el cielo, eso me tranquiliza.
Al sentir el mínimo movimiento de la aeronave que se dispone a despegar, la señora aprieta el rosario contra su pecho y acto seguido lo besa para guardarlo nuevamente en el suéter.
-Pero ahorita no va a estar sola.
-¿Por qué lo dice?
-Porque viene con su hijo y su nuera.
-Ah. Lo bueno es que nomás van dos días y luego van con la familia de ella. Oiga, joven, perdone si le quité su tiempo.
-No, señora, no diga eso.
Despegamos.
Ya en pleno vuelo, mi compañera de viaje deposita su mirada en las nubes a través de la ventanilla. Habla en silencio al aire, sonríe. Está contenta. “Siento que me oye en el cielo, eso me tranquiliza”, reparo en mi pensamiento. “Es un luto muy mío”. Es su momento, el instante de sentir a su hija más cerca, y por el que quiso vencer el miedo a las alturas. Lo hace por segunda ocasión.
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