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Preguntándome por Atila

  • Columnista: Elías Leonardo
  • 14 mar 2017
  • 2 Min. de lectura

He llegado a Isla Mujeres.

Vine por impulso aderezado de inquietud, por el arrebato de saber un poco más acerca del personaje que me ha traído hasta acá. No estoy aquí para bucear o practicar snorkel. Estoy aquí para aproximarme en grado mínimo a la historia de un hombre que decidió ser luchador para trascender, sin embargo la memoria deportiva lo tiene en el olvido.

Me refugio en Tiny’s bar para disfrutar un trago y revisar mis apuntes acerca de la persona que ha motivado mi estancia en este paradisiaco lugar. A través de mis jeroglíficos, rayones que a veces ni entiendo, me sumerjo en una duda: ¿por qué un tipo de profesión arquitecto, amante del ajedrez y culto, quiso adentrarse en el mundo de los costalazos en el bando rudo? Es posible que la mejor respuesta sea la que ofrece un reportaje gráfico que se refiere a él como “es algo así como el hombre y el monstruo”.

Y no hablo de cualquier rudo. Expertos de la época, o en su defecto datos proporcionados por el acervo hemerográfico, refieren que fue un gladiador con estilo particular y adelantado a su tiempo. Le gustaba luchar al filo del reglamento con un propósito definido: desesperar a los contrarios para que ellos fueran quienes lanzaran retos y no él. Se enorgullecía de ser valorado como enemigo provocativo y despiadado en un ring.

Tampoco le interesaron los campeonatos. De hecho nunca fue monarca de cetros nacionales o internacionales. Hasta eso fue congruente en su idea de despreciar cinturones. Su verdadero interés radicó en la máscara o cabellera de los contrarios, en trofeos que de verdad dolieran en el derrotado en luchas de apuestas.

Debo precisar que la Comisión de Box y Lucha de antaño le hizo un favor al pedirle que cambiara su mote luchístico por antideportivo. De Mr. Krimen a Atila, el nombre del líder de los hunos tiene más potencia y elegancia.

Bueno, ya les confieso que estoy en Isla Mujeres por Atila, un gladiador fallecido que cobró fama en la etapa de los independientes durante sus momentos de esplendor en el Toreo de Cuatro Caminos en la década de los setentas del siglo pasado. Con colores morado y amarillo en su atuendo, los técnicos lo padecieron. ¿Busco a un muerto? Puede ser que sí. Y lo hago a través de fragmentos distribuidos respecto a lo que fue su historia.

Vine empujado por la intriga de ahondar en el trayecto de un hombre que nació aquí en 1947 y llegó a encumbrarse como uno de los mejores en su disciplina, al grado de que en 1975 provocó un lleno en el Palacio de los Deportes capitalino para perder la máscara frente al gran ídolo de aquellos ayeres, El Solitario.

Aquí en el bar estoy cuestionándome qué hago aquí en Isla Mujeres, por dónde comienzo para sacar del olvido a Atila, o a Roger Galve Castilla.

Seguro es que no vine a bucear. Por ahora bebo un trago a la salud de Atila.


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